22 de noviembre de 2010

San Francisco el Grande


S. Francisco1 1906

Vaya esta pequeña aportación gráfica sobre la Real Basílica de San Francisco el Grande y la Gran Vía de San Francisco, como complemento y contribución a los magníficos artículos publicados recientemente por Bélok y Jesús en Viendo Madrid y Pasión por Madrid ,respectivamente. Después de tener el artículo confeccionado y casi en la “rotativa”, era una pena desechar el trabajo, pues la labor estaba ya terminada y me apetecía mostrarla.
Este es un enfoque, como reza el encabezado del post, comparativo. Enfoque de lo mucho o poco que se han modificado nuestras calles, barrios, plazas, comercios, etc. Cambios, a veces tan radicales, que han hecho que nuestro querido Madrid, dependiendo de qué zonas, sea totalmente desconocido. En definitiva se trata de comparar gráficamente los testimonios de lugares y edificios emblemáticos que, también gráficamente, nos legaron dibujantes, ilustradores, arquitectos y fotógrafos de siglos anteriores, con el entorno que nos ha tocado vivir en este siglo XXI.

Unas veces para bien y otras no tanto se han efectuado cambios que han mejorado o empeorado nuestra calidad de vida. Mejor una calle empedrada o asfaltada que no embarrada. Mejor pasear por una calle frondosamente arbolada que por un erial asolanado. Antes paseábamos por bulevares hoy prácticamente extintos. Cada calle tenía bancos para hacer un pequeño alto en nuestros paseos. Podíamos refrescarnos en las entonces numerosas fuentes, es más, era corriente que nuestras madres en sus bolsos, junto a la merienda, llevaran un vaso plegable para saciar nuestra sed. 
Nos comunicábamos de tú a tú con cualquier transeúnte en “medio de la calle”. El teléfono, avance fabuloso, con su tecnología punta nos comunica pero sin contacto físico. El aumento del tráfico rodado nos atrona, atropella, sustituye espacios verdes a la vez que apaga nuestros pulmones. Jardines en plazas y parques como el Retiro han desaparecido o quedado reducidos a la mínima expresión por el crecimiento demográfico e industrial. Y cómo no, la especulación de los que ostentan cualquier forma de poder ha hecho que en tan solo cincuenta años a Madrid no lo reconozcan ni nuestros abuelos.

Fuentes: "Madrid Villa y Corte" de Pedro Montoliú Camps, "Urbanity", "Postales Antiguas de Madrid" de Ediciones La Librería, "La Ilustración Española y Americana", "Ayuntamiento de Madrid", "Archivo Histórico Regional", "Viejo Madrid", "Sociedad Española de Librería", "Museo Municipal de Madrid".

Madrid hacia arriba© 2010 | Manuel Romo

19 de noviembre de 2010

Teatro Apolo



Madrid conoció en la segunda mitad del siglo XIX el mayor crecimiento teatral de su historia. Teatros como el Español, Novedades, Variedades y Circo Price compitieron con el Martín, Eslava, Lara, Apolo, Comedia o Príncipe Alfonso. A estos se unían el Bretón, Buenavista, Recreo, Cava Baja, Liceo Cervantes, Liceo Ríus, Platerías, Pintoresco, De la Risa, De la Sartén y otros de corta vida o de temporada, al ofrecer sólo representaciones en verano. Ante la oferta existente se acordaron cuatro representaciones: Antes de cenar, después de cenar, después de la tertulia y la cuarta para trasnochadores. Nacía el teatro de funciones por horas. ¡Un real costaba la entrada!.

En 1861 había en Madrid 575 sociedades casino, 145 de baile, 139 de música y 123 dramáticas, con nombres como Rigoletto, El Club de los Lindos, La Deliciosa o El Elegante. Los salones del Prado, Recoletos, Circo de Paúl o Alhambra se convertían en salones de baile y surgieron otros como el jardín del Circo Price, los jardines Tívoli, los jardines Paraíso, el Eliseo Madrileño y los Campos Elíseos. En casas particulares, sobre todo de la nobleza, se representaban obras, todavía en 1864 había 722 marqueses, 588 condes, 166 caballeros de Santiago, 82 duques, 74 vizcondes y 67 barones. 

En 1870 el primitivo convento de los carmelitas descalzos fue demolido para construir el Teatro Apolo, un templo de la música que si bien al principio se dedicaba a poner obras de Echegaray, pronto se convirtió en la sede del teatro lírico estrenando “La Verbena de la Paloma”, con el sobrenombre de “El boticario y las chulapas o Celos mal reprimidos”, “La Revoltosa”, “Agua, azucarillos y aguardiente” o “La Gran Vía”, esta última estrenada en el Teatro Felipe y luego cuatro temporadas en el Apolo.

Teatro Apolo4 1920

En los últimos diez años del siglo se produjeron 1500 títulos de autores como los hermanos Álvarez Quintero, Arniches, Benavente, Vital Aza o Fernández Shaw con música de Chueca, Chapí, Bretón, Torregrosa o Serrano. El Teatro Apolo, antes Teatro Moratín estuvo situado junto a la iglesia de San José, en la calle de Alcalá, y abrió su puertas entre 1873 y 1929. Tras su demolición se levantó en su lugar el edificio del Banco de Vizcaya.


Madrid hacia arriba© 2010 | Manuel Romo

4 de noviembre de 2010

Viaducto


Desde el siglo XVI numerosos arquitectos estudiaron la forma de unir el Alcázar con la iglesia de San Francisco el Grande y así cubrir la necesidad de comunicar el norte con el sur, pero no se retomaron los trabajos hasta la segunda mitad del siglo XIX. Un proyecto ideado en 1859 fue declarado de utilidad pública en 1861. En 1868 la arquitectura de hierro fue la gran protagonista aunque los materiales tuvieran que traerse de Francia o de Inglaterra y eso encareciera mucho las obras. 
Este tipo de construcción permitió levantar mercados cubiertos, frontones, palacios, cafés, estaciones de ferrocarril y hasta casas particulares. El diseño del ingeniero Eugenio Barrón constaba de tres tramos, el central de 50 metros y dos laterales de 40 metros, tenía una altura de 23 metros en su punto medio y 13 metros de anchura, de los cuales 8 metros eran para paso de carruajes.

La estructura se apoyaba en estribos de fábrica y dos pilotes de hierro forjado sobre basamentos de piedra. Fue colocado su primer pilar de hierro en 1872 y en 1874 quedó terminado uno de los pocos puentes construidos en Madrid y no para pasar precisamente sobre el río, sino por encima de otra calle, prolongando la calle Bailén hasta la plaza de San Francisco y librando el desnivel de la calle de Segovia.
Se inauguró oficialmente el 13 de octubre de 1874 con el paso de los restos mortales de Calderón de la Barca, trasladados desde San Francisco el Grande hasta la sacramental de San Nicolás. Fue reformado en dos ocasiones durante la década de los 20 y el Ayuntamiento en 1932 convocó concurso al que se presentaron 14 proyectos. Ganó el equipo formado por los arquitectos Francisco Javier Ferrero, José de Juan Aracil y Luis Aldaz.
La nueva construcción que se comenzó en 1934 y no se pudo terminar, a causa de la guerra civil, hasta 1942, constaba de 200 metros de largo y 20 metros de ancho, estaba formada por tres arcos, el central a 25 metros de altura y se apoyaba en 8 pilares, cuatro de los cuales con huecos de ascensor que nunca fueron instalados. En 1976 aparecieron grietas y se cerró al tráfico rodado y en 1978 tras casi un año de obras volvió a ser puesto en servicio.


Fuentes: "Madrid Villa y Corte" de Pedro Montoliú Campos, "Viejo Madrid", "Postales antiguas de Madrid" Ediciones La Librería", "La Ilustración Española y Americana".
Madrid hacia arriba© 2010 | Manuel Romo

28 de octubre de 2010

Fachadas madrileñas


En estos últimos días del mes de octubre, con las navidades en ciernes al menos en algunos comercios, con el ambiente fresquito y el cielo despejado y por lo tanto con sol, Madrid se llena de una luminosidad que hace resaltar detalles que sin esa claridad quedan en la penumbra y pasan desapercibidos.
En las fachadas de muchos edificios decimonónicos, dependiendo de esa incidencia de luz, podemos apreciar en todo su esplendor infinitos remates de una decoración barroca, modernista o rococó con los que arquitectos de otras épocas decoraban sus proyectos.

Hoy en día se continúan diseñando edificios, naturalmente, pero con una concepción de puertas adentro, el entorno no preocupa, los edificios centenarios contiguos, si los hubiere, no son tenidos en cuenta, es más importante el lucimiento personal, la innovación, lo revolucionario.  
Y así nos encontramos con múltiples y variadas aberraciones arquitectónicas entre dos edificios preciosistas, “pegotes” que cuadrarían bien en urbanizaciones de reciente construcción, en los P.A.U., en ensanches o en ciudades empresariales pero, ¡por favor!, no en el casco histórico de Madrid y aunque suene a trasnochado, “la tierra del requiebro y del chotís”.

Hubo arquitectos como Lloyd Wright, Alvar Aalto, Niemeyer, Neutra, etc., que observaban el entorno donde se les había encargado que construyesen y luego, se estrujaban las meninges, ponían a trabajar su imaginación y daban forma a sus sueños, en definitiva, se preocupaban de que su proyecto se beneficiara de lo que le circundaba y viceversa. En fin, que veo edificaciones en pleno centro “protegido”, que como en aquél famoso chiste de los gitanos y la Benemérita, me hacen exclamar, con perdón, “...no sé, pero me está entrando una mala leche”.
Hago responsables a las administraciones de turno, de que en zonas protegidas por normativa, y en la mayoría de los casos por intereses especulativos, dejen que la finca llegue al estado de ruina para así poder derribarla y se puedan edificar más metros cuadrados en más altura, y lo que es peor aún, sin estar aún declarada en estado de ruina.
  
¿Hay alguna forma de que los centros históricos de las ciudades resistan los afanes especulativos y las ínfulas modernizantes?. Yo creo que se puede hacer, evitando la degradación de la ciudad y la pérdida del legado antiguo, la especulación, el crecimiento inarmónico y desordenado, el desprecio por los valores regionales y fomentando el conocimiento de la historia del arte y de los valores urbanísticos.
Parafraseando a un innombrable austriaco, “Sólo se respeta lo que se ama y sólo se ama lo que se conoce”. Sin esta premisa educativa, cualquier plan destinado a conservar nuestros valores está condenado al fracaso. La conciliación del progreso con la memoria histórica sigue siendo el gran reto.

Madrid hacia arriba© 2010 | Manuel Romo

11 de octubre de 2010

Relojes en Madrid


Desde que el hombre está sobre la tierra y puede recordar, el tiempo siempre ha sido para él uno de los motivos de mayor preocupación. No se sabe por qué razón, pero ha tenido la imperiosa necesidad de conocer el momento del día y de la noche en que se hallaba para organizar su vida cotidiana. Se dio cuenta de que mirando hacia arriba, al firmamento, podía orientarse con la rotación de la tierra y con unas referencias, decidir si era la hora de cazar, recolectar, dormir, pintar o comer.
No le resultó lo suficientemente precisa la situación de una infinidad de puntos luminosos allá arriba y se percató, hace como unos 4.000 años, de que con un palito en el suelo y la sombra que proyectaba, podía controlar con más exactitud el momento justo para ir a comer, cazar, etc. Pero las diferentes estaciones del año le confundían, la dirección de la sombra del palito variaba de una temporada a otra y eso no era, ni por asomo, la precisión que el hombre necesitaba. ¿Y por la noche, dónde estaba la sombra del palito?

Y como en aquellos remotos tiempos también las ciencias adelantaban que era una barbaridad, el hombre no paró hasta dar con un medidor de tiempo más preciso y, ¡eureka!, hace unos 3.500 años, no sin dificultades, inventó la clepsidra (reloj de agua), que le permitía mediante la simple gravedad y un recipiente graduado en su interior, tener mejor noción del tiempo transcurrido.
Quiso el hombre controlarse más y rizó el rizo y, allá por el siglo VIII, mediante unas ampolletas de vidrio unidas por un orificio y una cierta cantidad de arena (reloj de arena, evidentemente) consiguió más control. Pero ¿qué ocurrió?, que de tanto uso las areniscas, por erosión, se iban haciendo más finas, caían con mayor rapidez y el invento ya no marcaba el mismo tiempo para el que había sido creado. Además, si quería controlar un espacio de tiempo amplio, debía construir unas ampolletas enormes y le resultó un poco incómodo su manejo.

Tuvo que volverse a estrujar más el cerebro para conseguir la máxima exactitud posible y como el tiempo urgía, trabajó día y noche dibujando resortes, ejes y engranajes que más tarde, tallados en madera, milimétricamente colocados y con los oportunos ajustes, daban como resultado un maravilloso mecanismo totalmente artesanal, el perfecto aparato de medición del tiempo.
Hubo quien dijo que sonaba demasiado, que atrasaba, que adelantaba, que se rompían las piezas con frecuencia, en fin, que no era tan perfecto como decían, que quizá con otros materiales...Y en su afán de perfección, de complacer y complacerse, el hombre experimentó con diversos materiales y sustituyó madera por hierro y bronce.

Aún así, continuaban cometiendo errores en la medida del inexorable tiempo y empleó materiales más resistentes y menos pesados como el latón, el acero e incluso piedras preciosas como el rubí y el diamante. Consiguió fabricarlos de un tamaño lo suficientemente pequeño para que nos acompañaran constantemente ya en el bolsillo con una cadenita (leontina), ya en la muñeca (de pulsera).  
Llegó el siglo XX, la era moderna, la industrialización, las computadoras electrónicas, la informática, y el hombre no cejó en su empeño hasta conseguir digitalizar con cuarzo (error de tres segundos al año) el aparato primigenio. Hoy en día, el hombre sigue intentando controlar a quien le controla y aunque está bastante satisfecho con el trabajo hasta el momento realizado, ha hecho ya sus pinitos con los relojes atómicos (un segundo de desfase cada 300 años) impulsados con energía nuclear. La próxima elucubración de la mente humana con “el tiempo”, esa, no sé si la veremos. “El tiempo lo dirá”.

De momento si paseáis por Madrid...con tiempo, mirad hacia arriba y con más frecuencia de lo que pensáis, os encontrareis con verdaderas joyas de los maestros relojeros.

Madrid hacia arriba© 2010 | Manuel Romo